Aquí tenéis el relato de Rubén Darío del que os he hablado en clase. Que lo disfrutéis.
Rubén
Darío
D.Q.
Estamos
de guarnición cerca de Santiago de Cuba. Había llovido esa noche;
no obstante el calor era excesivo. Aguardábamos la llegada de una
compañía de la nueva fuerza venida de España, paea abandonar aquel
paraje en que nos moríamos de hambre, sin luchar, llenos de
desesperación y de ira. La compañía debía llegar esa misma
noche., según el aviso recibido. Como el calor arreciase y el sueño
no quisiese darme reposo, salí a respirar fuera de la carpa. Pasada
la lluvia, el cielo se había despejado un tanto y en el fondo oscuro
brillaban algunas estrellas. Di suelta a la nube de tristes ideas que
se aglomeraban en mi cerebro. Pensé en tantas cosas que estaban allá
lejos; en la perra suerte que nos perseguía; en que quizá Dios
podría dar un nuevo rumbo a su látigo y nosotros entrar en una
nueva vía, en una rápida revancha. En tantas cosas pensaba...
¿Cuánto
tiempo pasó? Las estrellas sé que poco a poco fueron palideciendo;
un aire que refrescó el campo todo sopló del lado de la aurora y
ésta inició su aparecimiento, entre tanto que una diana que no sé
por qué llegaba a mis oídos como llena de tristeza, regó sus notas
matinales. Poco tiempo después se anunció que la compañía se
acercaba. En efecto, no tardó en llegar a nosotros. Y los saludos de
nuestros camaradas y los nuestros se mezclaron fraternizando en el
nuevo sol. Momentos después hablamos con los compañeros. Nos traían
noticias de la patria. Sabían los estragos de las últimas batallas.
Como nostros estaban desolados, pero con el deseo quemante de luchar,
de agitarse en una furia de venganza, de hacer todo el daño posible
al enemigo. Todos éramos jóvenes y bizarros, menos uno; todos nos
buscaban para comunicar con nosotros o para conversar, menos uno. Nos
traían provisiones que fueron repartidas. A la hora del rancho,
todos nos pusimos a devorar nuestra escasa pitanza, menos uno.
Tendría como cincuenta años, mas también podía haber tenido
trescientos. Su mirada triste parecía penetrar hasta lo hondo de
nuestras almas ydecirnos cosas de siglos. Alguna vez se le dirigía
la palabra, casi no contestaba; sonreía melancólicamente; se
aislaba, buscaba la soledad; miraba hacia el fondo del horizonte, por
el lado del mar. Era el abanderado. ¿Cómo se llamaba? No oí su
nombre nunca.
II
El
capellán nos dijo dos días después:
—Creo
que no nos darán la orden de partir todavía. La gente se desespera
en deseos de pelear. Tenemos algunos enfermos. Por fin, ¿cuándo
veríamos llenarse de gloria nuestra pobre y santa bandera? A
propósito: ¿ha visto usted al abanderado? Se desvive por socorrer a
los enfermos. Él no come; lleva lo suyo a los otros. He hablado con
él. Es un hombre milagroso y extraño. Parece bravo y nobilísimo de
corazón. Me ha hablado de sueños irrealizables. Cree que dentro de
poco estaremos en Washington y que se izará nuestra bandera en el
Capitolio, como lo dijo el obsipo en su brindis. Le han apenado las
últimas desgracias; pero confía en algo desconocido que nos ha de
amparar; confía en Santiago; en la nobleza de nuestra raza, en la
justicia de nuestra causa. ¿Sabe usted? Los otros seres le hacen
burlas, se ríen de él. Dicen que debajo del uniforme usa una coraza
vieja. El no les hace caso. Conversando conmigo, suspiraba
profundamente, miraba el cielo y el mar. Es un buen hombre en el
fondo; paisano mío, manchego. Cree en Dios y es religioso. También
algo poeta. Dicen que por la noche rima redondillas, se las recita él
solo, en voz baja. Tiene a su bandera un culto casi supersticioso. Se
asegura que pasa las noches en vela; por lo menos, nadie le ha visto
dormir. ¿Me confesará usted que el abanderado es un hombre
original?
.—Señor
capellán —le dije—, he observado ciertamente algo muy original
en ese sujeto, que creo, por otra parte, haber visto no sé dónde.
¿Cómo se llama?
—No
lo sé —contestóme el sacerdote—. No se me ha ocurrido ver su
nombre en la lista. Pero en todas sus cosas hay marcadas dos letras:
D. Q.
III
A
un paso del punto en donde acampábamos había un abismo. Más allá
de la boca rocallosa, sólo se veía sombra. Una piedra arrojada
rebotaba y no se sentía caer. Era un bello día. El sol caldeaba
tropicalmente la atmósfera. Habíamos recibido orden de alistarnos
para marchar, y probablemente ese mismo día tendríamos el primer
encuentro con las tropas yanquis. En todos los rostros, dorados por
el fuego curioso de aquel cielo candente, brillaba el deseo de la
sangre y de la victoria. Todo estaba listo para la partida, el clarín
había trazado en el aire su signo de oro. Ibamos a caminar, cuando
un oficial, a todo galope, apareció por un recodo. Llamó a nuestro
jefe y habló con él misteriosamente. ¿Cómo os diré que fue
aquello? ¿Jamás habéis sido aplastados por la cúpula de un templo
que haya elevado vuestra esperanza? ¿Jamás habéis padecido viendo
que asesinaban delante de vosotros a vuestra madre? Aquélla fue la
más horrible desolación. Era la noticia. Estábamos perdidos,
perdidos sin remedio. No lucharíamos más. Debíamos entregarnos
como prisioneros, como vencidos. Cervera estaba en poder del yanqui.
La escuadra se la había tragado el mar, la habían despedazado los
cañones de Norteamérica. No quedaba ya nada de España en el mundo
que ella descubriera. Debíamos dar al enemigo vencedor las armas, y
todo; y el enemigo apareció, en la forma de un gran diablo rubio, de
cabellos lacios, barba de chivo, oficial de los Estados Unidos,
seguido de una escolta de cazadores de ojos azules. Y la horrible
escena comenzó. Las espadas se entregaron; los fusiles también...
Unos soldados juraban; otros palidecían, con los ojos húmedos de
lágrimas, estallando de indignación y vergüenza. Y la bandera...
Cuando llegó el momento de la bandera, se vio una cosa que puso en
todos el espanto glorioso de una inesperada maravilla. Aquel hombre
extraño, que miraba profundamente con una mirada de siglos, con su
bandera amarilla y roja, dándonos una mirada de la más amarga
despedida, sin que nadie se atreviese a tocarle, fuese paso a paso al
abismo y se arrojó en él. Todavía de lo negro del precipicio
devolvieron las rocas un ruido metálico, como el de una armadura.
IV
El
señor capellán cavilaba tiempo después:
—«D.
Q.»... De pronto, creí aclarar el enigma. Aquella fisonomía,
ciertamente, no me era desconocida.
—D.
Q. —le dije— está retratado en este viejo libro. Escuchad:
«Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de
complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador
y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de
Quijada o Quesada —que en esto hay alguna diferencia en los autores
que de este caso escriben—, aunque por conjeturas verosímiles se
deja entender que se llamaba Quijano.»
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